Los cañonazos de lo imposible
Patricio Zamorano, desde Washington DC
Seré cronológico. El proceso de juramentación del nuevo presidente de Estados Unidos, Barack Hussein Obama, comenzó en sitios tan lejanos como El Salvador. De ahí inicié el peregrinaje, con cambio inmediato de vuelo por retraso de las líneas aéreas, saturadas por la histórica demanda por llegar a orillas del río Potomac para ver el inicio de una nueva etapa presidencial. Llegar de San Salvador a Atlanta, a enfrentar un nuevo retraso del vuelo. Conversar con algunos de los que esperábamos nerviosos por un asiento en uno de los últimos vuelos de la noche de un tenso 19 de enero, y darnos cuenta que todos escuchábamos el mismo llamado de una jornada que se ya se sentía electrizante. Estar ya sentado en un vuelo con lleno total, con 200 almas gritando “Obama” cuando la azafata declaraba que estábamos a 10 minutos de despegar hacia el Distrito de Columbia. Llegar al aeropuerto Reagan a medianoche, a dos horas de que se cerraran todos los accesos al centro histórico del poder imperial, el llamado Mall, que sirve de eje al capitolio y a los monumentos a Washington y a Lincoln.
Siguiente mañana, levantarse a las 6 para iniciar el peregrinaje con mi esposa, Molly, en un metro atestado pero generoso en orden y alegría. Todo el centro de Washington DC fue cerrado, convirtiéndolo por algunas horas quizás en el paseo peatonal más grande del planeta. Desde mi casa en Silver Spring tomamos la última estación de la línea Roja, Glenmont Station. La suerte comenzó este histórico 20 de enero sonriéndonos, pues a esa altura de la ciudad, a una media hora de manejo al norte de la Casa Blanca, el acceso al metro fue privilegiadamente ordenado, por la menor densidad poblacional. Otros amigos que intentaban acceder al metro en estaciones más cercanas al centro del juramento tuvieron que esperar una hora para tomar un tren. Ya embarcados, nos íbamos acercándonos al ritmo de las advertencias de cierre de estaciones del conductor. Hicimos una conexión estratégica, y salimos a la superficie, fría y endurecida por un viento irregular de 8 grados bajo cero, en la estación Archives-Navy Memorial-Penn Quarter, a un par de cuadras del Mall, el parque enorme con forma de T que es usado lo mismo para eventos oficiales o para las pichangas de fin de semana.
El frío intentó por todos los medios ser un actor en esta historia, pero gracias a doble pantalón, doble calcetín, chaqueta térmica, gorro montañero y guantes aislantes, ni los malditos grados bajo cero frenaron a nadie, excepto a los reumáticos y débiles de bilis. Nos habíamos conseguidos dos entradas a la zona de Plata, ubicada en un rango de 100 a 200 metros del escenario del juramento, junto al espejo de agua del Capitolio. Para acceder a la entrada teníamos que cruzar la zona del parque, tarea imposible, pues a la hora que llegamos, alrededor de las 8:30am, los accesos ya estaban colapsados y controlados por la policía. Las calles de la zona norte del Mall donde nos encontrábamos aparecían tensadas por las manifestaciones de alegría y desesperación por saber dónde ir y cómo. La policía no estaba plenamente informada de hacia dónde dirigir a la masa de más de dos millones de personas que ya llenaban el espacio urbano designado, ¡y aún a tres horas del juramento! Molly y yo decidimos la izquierda como destino. Cuando ella retiró las entradas en la oficina del parlamentario ángel de nuestra custodia, le advirtieron que debíamos estar haciendo fila a más tardar a las 9am. Ya llevábamos dos horas de viaje, así que las decisiones eran críticas. Caminando hacia el Este nos encontramos con la Highway 395 convertida en túnel político. El eco de nuestras pisadas y el canto espontáneo rebotó en los muros de hormigón desde las propias entrañas del Mall. Lo cruzamos a 5 metros bajo tierra y aparecimos al otro lado. ¡A buscar la Puerta de Plata! Nos tomó desde ese punto unos diez minutos llegar al acceso. Desde ahí seguimos con la mirada la fila que serpenteaba hacia el sur, doblando en la primera cuadra hacia el Oeste. Comenzamos a caminar. Filmé a la multitud mientras avanzaba: todas las razas, todas las alegrías mezcladas con café, almendras y chocolates para entrar en calor. Grupos de 10, 15, 20 personas usando chaquetas del mismo color con una foto de Obama en la espalda. Escucho los orígenes de los ciudadanos en fila: Milwaukee, Ohio, Missouri, California, Alabama. Desde todos los rincones han emergido con el simple gesto de la presencia. Todos quieren ser masa de apoyo, que salga en las noticias de la mañana la cifra mágica, 2, 3 millones, pues hoy día somos todos y somos uno, cada quien en su gesto íntimo de sacrificio y de expresión comunitaria, sintiendo al interior “estoy acá, a 8 grados bajo cero, por que yo lo he decidido, por que es lo que quiero hacer, por ti, presidente negro, y por mí, y por mi familia, y por la idea simbólica de nación que tanto nos ha abandonado en estos años de guerra, y Guantánamo, y el déficit fiscal, y el odio generalizado del mundo consciente contra la potencia mundial”.
Han pasado ya unas doce cuadras de fila, y aún no llegamos al final. La serpiente enorme está quieta, no se mueve ni un metro. Finalmente, hemos vuelto al Mall, a una zona entre el Espejo de Agua y el obelisco a Washington. Estamos descorazonados. Nos ha tardado unos 20 a 30 minutos llegar al final de la fila. Hacemos nuestros cálculos: si no avanzamos equis cuadras cada media hora, para las 11:30 am, es decir, dos horas adelante, no conseguiremos entrar a la zona privilegiada de las 200 mil almas que se consiguieron una entrada con sus parlamentarios, o aquellos que gastaron 1,200 dólares en los remates de internet. De repente, sin aviso, comenzamos a caminar, luego a correr, y sin darnos cuenta, en 10 segundos la fila se ha liberado, nos han desviado directamente a la entrada, ¡nos han dejado entrar sin casi revisarnos! El corazón golpea fuerte, no lo podemos creer. Accedemos al perímetro de contacto visual con el escenario, ahí está Obama y esposa, Bush, Cheney, los parlamentarios, junto a los contactados directamente por el poder a 20 metros del juramento, sentaditos, aunque sufriendo, eso sí, el frío igual que nosotros los mortales de a pie. El resto es historia, usted lector interesado lo vio en televisión. Lo que no sintió en su pecho, sin embargo, fueron los cañonazos en el momento preciso en que Obama termina su juramento, explosiones que nos azotaron el corazón en ondas que ya venían vibrando hace muchos años de muy adentro de todos los que quisimos exponernos a una mañana gélida y quemante, aunque ahora, a 100 metros del juramento, ya está soleada por dos soles que nos calientan la piel suavemente: el sol blanco de una capital conmovida por la asunción al poder de un descendiente de keniano, y el nuevo sol negro que se une, finalmente, al nuevo Panteón de lo posible.
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